lunes, noviembre 14, 2011

Viva voz de vida (fragmentos)

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La pasión que Maximilián Voloshin sentía por la creación de mitos se extendió hasta mí.
. . . . —¡Marina! ¡A ti te perjudica tu abundancia! Tienes material para más de diez poetas – y todos – ¡extraordinarios!... ¿No te gustaría (voz zalamera), por ejemplo, publicar con pseudónimo tus poemas sobre Rusia, aunque el pseudónimo fuera, digamos... Petujov? Verías como (encendiéndose) al cabo de diez días toda Moscú y todo Petersburgo los conocerían de memoria. Briúsov escribiría un artículo. Yablonovski escribiría un artículo. Y yo escribiría el prólogo. Pero tú nunca (el dedo levantado, los ojos encendidos), nunca dirás que eres tú, Marina (suplicante), ¡si supieras cuán formidable será! Briúsov, por ejemplo, no parará de chincharte con los versos de Petujov: «Si usted, señora Tsvietáieva, en vez de cantarle a sus propios ojos verdes, se volviera a los verdes campos de su país como hace el señor Petujov que también tiene diecisiete años...» Petujov se convertiría en tu bête noire, Marina, te atormentarán con él, Marina, pero tú ya nunca – ¿entiendes? ¡Nunca! – podrás volver a escribir nada sobre Rusia con tu nombre, de Rusia sólo escribirá Petujov, – Marina, ¡acabarás por odiar a Petujov! Y después (ya de plano atragantándose) – ¡no! ¿por qué después? Ahora mismo, junto con Petujov, crearemos otro poeta – ¿poetisa o poeta? – una poetisa y un poeta, serán gemelos, los Kriúkovy, digamos, un hermano y una hermana. Crearemos algo que no ha existido todavía, unos gemelos geniales. Serán ellos los autores de tus poesías románticas.
. . . . —¡Max! – ¿y a mí qué me quedará?
. . . . —¿A ti? Todo, Marina. ¡Todo lo que todavía serás!
. . . . ¡Cómo me rogaba! ¡Cómo me seducía! ¡De qué manera tan cautivadora pintaba el anonimato de esa gloria, la gloria de ese anonimato!
. . . . —Tú serás como aquel monarca, Marina, en cuyos dominios nunca se ponía el sol. En la poesía rusa no quedará nadie que no seas tú. Con tu Petujov y tus gemelos les sobrevivirás a todos, Marina, a Ajmátova, a Gumiliov, a Kuzmín...
. . . . —¡Y a ti, Max!
. . . . —Y a mí, por supuesto. De nosotros no quedará nada.
. . . . Tú serás – todos, tú serás – todo. Y (los ojos en blanco, en la voz – la sordina) tampoco quedarás tú. Tú serás – esos.
. . . .Pero la pasión mitocreadora de Max se estrelló de forma funesta contra la roca de mi germana honestidad protestante, con ese nefasto orgullo que me hace firmar cuanto escribo. Y... ¡qué buen poeta habría sido Petujov! Y... ¡hasta el día de hoy lloro aquellos gemelos poéticos!


[...]


Coexistencia de dos poetas – igualdad de un ilustre con un desconocido. Yo misma soy un ejemplo vivo, ya que nadie nunca tuvo una actitud de tanta atención y culto hacia mis poesías llamadas maduras, como Maximilán Voloshin a sus treinta y seis años, por mí a mis dieciséis. La gente sólo se comporta así con lo patentado, que para ellos es – por la mayoría de voces por la fama – incuestionable. Nunca y en nada M.V. me hizo sentir las prerrogativas de su experiencia, por no hablar de su nombre. Me amaba también por mis fracasos. Como a quien había sido alguien. Nada de un maître (¡y eran tiempos de maestrear!), y todo de un igual. Puedo decir que amaba la poesía como yo – como si él nunca la hubiera escrito, con toda la fuerza de un amor desesperado por una fuerza inaccesible. Y, al mismo tiempo, escuchaba cualquier buen poema como si fuera suyo. Cualquier buen verso era para él un regalo personal, como para quien ama la naturaleza – un rayo de sol. («Todo eso fue, fue, fue» – y a qué punto ese fue es más grande que el es, ¡más significativo! ¡A qué punto es – es para siempre! ¡A qué punto punto fue – ¡ha dejado de ser!) Me acuerdo sólo de una, de una sola correción, intento de corrección – en todo el voluminoso Álbum vespertino al mero principio de nuestra amistad:

. . . . . . . . . . . . . . . Y con un suspiro, entre negras patas,
. . . . . . . . . . . . . . . quemaremos, tristes, nuestras naves...

. . . . —¿No le parece, Marina (una pausa, los ojos expectantes)... Ivánovna, que es un poco difícil – y retorcido – eso de quemar las naves – entre negras patas? ¿Que para eso – entre las patas – hay poco espacio? Aunque, no cabe duda de que son de oso, es decir, fuertes, apretadoras. Digamos que las naves se acostumbra a quemarlas en el mar, y aquí – unas patas de oso – es obvio – el bosque, espeso. Es difícil suponer que un oso se hubiera instalado con usted a la orilla del mar donde – justo en ese momento – estuvieran ardiendo sus naves.
. . . . Así se me quedó grabado: la orilla desierta de Koktebel, en ella un oso, es decir, Max, está conmigo, y justo en ese momento, en la playa – para que sea más cómodo –, una flotilla en llamas.


Marina Tsvietáieva
Viva voz de vida
Traducción: Selma Ancira
Editorial Minúscula, 2008.

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